Viaje

Luisa y el águila desaparecida

LUISA y el ÁGUILA DESAPARECIDA

Había una vez una mujer que venía del otro lado del mundo, a cuya bandera le faltaba un águila devorando una serpiente encima de un cactus, pero que sin embargo compartía los mismos colores. Su tierra no tenía los mismos olores, ni sabores, el aire no se sentía igual. No hablaba mucho español y aun así llegó a Guadalajara con la esperanza de realizar una alta especialidad en medicina en un reconocido hospital de la ciudad.

Esta es su historia.

A la mañana siguiente de mi llegada, salí a dar un paseo por el barrio donde me alojaba y lo primero que me sorprendió fue el olor a tierra mojada. Llegué en junio, época de lluvias, cuando caía tanta agua que ya no sabía si era de arriba a abajo o de abajo a arriba: granizo, truenos y relámpagos ensordecedores. Aun así, todo es luz, la gente sonríe, hay flores por todas partes; la gente sale a regar el jardín el sábado por la tarde y te saluda sin saber quién eres.

El lunes, cuando llegué al hospital, todos me saludaron como si me conocieran de siempre. Aunque preguntaba a todo el mundo por el pobre español que tenía, siempre encontraba a alguien que me ayudaba a entender. ¿Será para mí? ¿O siempre serán así? La verdad es que son así con todos los extranjeros: cálidos y amables. Me enamoré de Guadalajara porque cada día era una sorpresa, cada día era diferente -México me acogió. Todo me sorprendía, todo me parecía increíble a pesar de haber viajado ya por el mundo. México tenía una energía que me ataba como si fuera un amante.

Un día, mientras terminaba mis prácticas en el hospital, les dije a algunos de mis compañeros que me dolía una muela y les pregunté si podían recomendarme un dentista. Un residente del hospital me dijo: "Mi mujer es dentista, ¡deberías ir a ella!".

Con todo el miedo del mundo pensando en lo peor, pedí la cita y fui al dentista. Ese día cambió mi vida para siempre. Al llegar, la doctora salió inmediatamente a saludarme; era una doctora de pelo negro, ojos verdes y una hermosa sonrisa. Me enamoré de su trato; me dio confianza y seguridad. Nunca imaginé que se convertiría en mi mejor amiga, en mi hermana, en mi vínculo más emocional con México.

Mi amiga se llama Graciela. Me recibió en su casa para presentarme a su familia: sus padres, sus hermanas y, como estaba sola, me invitó a comer en su casa todos los domingos. Me hicieron parte de su familia. Ahora tengo una mamá y un papá mexicanos, y aunque han pasado más de 13 años, me sigo sintiendo en casa cada vez que los visito. Eso es lo que me decían: esta es tu casa también. Por la mañana, desayunan huevos con tortilla y por la noche, pan dulce.

Aprendí a comer tacos al pastor, con chile y piña, tortas ahogadas pero sin mucho chile, carne en su jugo, y agua fresca de Horchata y Jamaica. Me compré una bicicleta y luego un coche y recorrí toda la ciudad. También conocí Tequila y Tlaquepaque y me enamoré del lago de Chapala y de Ajijic. En Guadalajara, todo es colorido y todos son amables.

Desde entonces vuelvo cada año a México, a Guadalajara. Me encanta ir al mercado de Santa Teresita a comer gorditas y practicar mi español. En Italia me preguntan que por qué vuelves siempre. Ya no eres estudiante. No lo entenderían, Guadalajara es un imán que me atrae constantemente, simplemente disfruto de estar allí. Me siento plena, segura. Me siento como en casa.

Amo México, amo Guadalajara, y vivo esperando el momento en que el mundo vuelva a la normalidad para tomar un vuelo e ir directo a los tacos, llegar con mi familia que dejé allá, abrazarlos y cenar pan dulce con leche.

Después de mi primer viaje a México, llegué a la conclusión de que la cigüeña se equivocó, estaba borracha o distraída o tal vez la majestuosidad del águila la asustó, y me dejó en un país sin águila. Amo a mi país, pero mi corazón ahora pertenece a dos naciones y la otra mitad está en Guadalajara.

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